Entramos a una enorme habitación, sin paredes ni techo. Debía tener kilómetros de largo. El piso era la pura tierra y algunos pastizales. Lo único que había en la habitación era una enorme cantidad de sillas, como esas de los viejos bares de Corrientes. Todas vacías, al menos, esa fue mi primera impresión.
Fueron pasando las horas y, conforme iba anocheciendo, comencé a divisar que, en realidad, las sillas no estaban vacías. En cada una reposaba un alma. Así es: almas sentadas, pero, ¿qué esperarían? Pasé horas atento al infinitesimal movimiento que pudiese mi visión detectar. Observé hasta el agotamiento esa quietud tan exasperante y tan propia de las almas. Se deslizaron días sin que lo notara. Una resignada paciencia espiritual hechizaba al tiempo detenido y fascinaba a mi incomprensión.
Finalmente, no sé cuántos meses habrían pasado, alguien más entró a la sala. No era un alma, de eso no cabía ninguna duda; era humano. Lo supe porque traía toda su carne a cuestas. ¡Podía olerse! Anduvo horas, tal vez días enteros entre las sillas. Iba y venía estudiándolas. Mientras, las almas, inertes a su presencia, seguían absortas en la nada.
Finalmente, ¡Gracias a Dios! se detuvo frente a una de ellas. Miró fijamente a esa suerte de masa de gases espirituales que, a su vez, empezó a cobrar substancia en el preciso momento de ser observada. Se irguió. Súbitamente y, sin que mediara una sola palabra, se abrazaron. Varios minutos, acaso horas, o a lo mejor un día entero…
Supe al fin que, lo que las almas malheridas esperaban era ese abrazo que las devolvería a la integridad.
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