Hace pocos días me escribió un joven que participó de uno de mis talleres agradeciéndome por el trabajo que hicimos. Alguien que difícilmente olvidaré pues tuvo una intensidad y una emoción poco frecuentes enfrentando sus ataques de pánico.
A pocos segundos de comenzar su relato, nadie en la sala pudo evitar sentir lo que se siente cuando el dolor de otro nos toca el cuerpo. Nudos en la garganta, ojos húmedos, miradas que se deslizan hacia el suelo… no volaba una mosca, todos los ojos estaban anclados en el joven, como brazos que quisieran sostener, abrazar; como diciendo: «No estás solo, estamos contigo.» Mientras tanto, él transitaba sus paisajes más desoladores llorando amargamente, e iba tornándose más y más pequeño a medida que su miedo crecía. Sus ojos abiertos no percibían la habitación ni a las personas. Las imágenes de su pasado rodaban como rocas montaña abajo amenazando aplastarlo, venían de otro lugar; de un recoveco oscuro de su mente inaccesible para el resto de nosotros. De un segundo a otro, su peor recuerdo lo acorraló con furia inusitada: se vio solo en un cuarto, lejos de casa, y supo que ninguna persona amada entraría por esa puerta. Sintió que su muerte podría llegar y su alma se estrujó al pensar que nadie estaría con él, que esa sería la última escena, el último cuadro del último acto de su vida. Todo se reduciría a un cuerpo joven, yerto, tendido en el suelo de ese cuarto solitario al que nadie iría a visitar. Los días pasarían y la descomposición iría corrompiendo su belleza para transformarlo en espanto y degradación: lo único que permanecería de él, de su vida.
Todos sabemos que moriremos es una parte inevitable de nuestra condición humana. Es un riesgo al que nos obliga la condición de estar vivos. Morimos a veces dormidos junto a nuestro amor, o morimos mientras alguien sostiene nuestra mano… pero, morir en soledad… Dejar el cuerpo en esa orfandad vulnerable, deteriorándose en medio de la nada. No ser llorado, No ser sepultado… es como nunca haber sido amado ni cuidado. Una pesadilla sin limites.
Antes de que pudiera darse cuenta, el miedo, transformado en un gigante se encontraba de pié justo frente a él. Respiraba en su cara. Nada podía ver sino al miedo. Inmenso, desafiante… Trató de batallar. Una y otra vez lo intentó. Pero el miedo no sólo se rehusaba a recular, sino que se fortalecía con cada intento. Odió al miedo con todas sus fuerzas le gritó, lo empujó, trató de huir, intentó todos los medios de que disponía para erradicarlo, pero la bestia parecía nutrirse de su furia. Cuanto más lo atacaba más se fortalecía y más se daba cuenta de que nunca podría expulsarlo de su vida. Su futuro se desintegraba masticado en las fauces del monstruo. Sin horizontes a la vista, solo podía ver lo que tenía delante, que era lo que menos deseaba ver.
Entonces le dije que mirara de lleno a su miedo, clavara sus ojos en él, y que tratara de escucharlo.
Sabemos que el mundo de los objetos es limitado, puede tener estructuras enormes y distancias gigantes pero, todo en el universo de los objetos tiene límite. No así en el de la fantasía; ese universo es sin límites, es por eso que el miedo de los niños es infinito, porque lo que no conocen lo completan con su imaginación y como es poca la información que tienen de su realidad la mayor parte de su mundo la imaginan. Así sus miedos son gigantes y sus sueños y fantasías también lo son.
Al mirar a su miedo directamente éste comenzó a recular y a volverse menos poderoso. Le dije entonces que ya no lo viese como un enemigo del que necesitaba huir, sino como un aliado cuyo sentido original era cuidarlo y que con el tiempo perdió el rumbo… El muchacho se sorprendió, me miró ahora sin angustia pero con perplejidad, como preguntándome: ¿me estás diciendo acaso que el villano que me ha hostigado tanto tiempo, llegando a confinarme en mi casa es mi aliado? ¿Cómo puede tu carcelero, tu torturador, ser tu aliado?
Lo es y siempre lo ha sido, le dije.
No es bueno ignorar al miedo pues cruzarías la calle sin ver si el semáforo te de paso, o andarías por barrios peligrosos, o escalarías una montaña sin equipo de seguridad… Nuestro cuerpo es frágil y sabemos que somos mortales, por eso nuestra propia existencia viene dotada de todos esos «sistemas de seguridad» para que podamos cuidar de nuestras vidas, sólo que, a veces. algo sucede y se desajusta una función, y necesitamos recalibrarla para que esté al servicio de la vida sin deteriorar su calidad.
El rostro del muchacho se iluminó, esa comprensión parecía darle seguridad. Miró a su miedo y lo increpó ¿por qué me persigues? ¡¿por qué me has acosado tantos años haciendo mi vida miserable?! El miedo le respondió:
«Nunca fue mi intención hacer tu vida miserable y mucho menos acosarte, sin embargo cuando quise hablar contigo no me escuchaste. Insistí y seguías obstinado en ignorarme. Escuchabas a los miedos de otros pero a mí no me escuchabas, escuchabas a las personas que te asustaron con sus propios miedos. Yo necesitaba desesperadamente que me oyeras para cuidarte, así que fui levantando la voz más y más, hasta gritarte, y se te hizo insoportable mi presencia, pero aun así, lejos de escucharme trataste una vez más de ignorarme y de silenciarme tomando medicamentos. Así que tuve que adaptarme y encerrarte en casa para que no te expusieras, y seguir insistiendo. Me pides que me marche, yo no tengo la opción de abandonarte, pues mi misión es cuidar lo más precioso que existe para mí en este universo, y eso eres tu«.
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